Atención, sentencia: «No se puede hacer ninguna crítica de la sociedad si no va acompañada de una representación utópica del mundo». Se lo dijo Michael Ende al periodista Jean-Louis de Rambures a propósito de su novela más célebre, La historia interminable, en abril de 1984. En aquella fecha el escritor alemán concedió una entrevista a El País en su casa de Roma con ocasión de la adaptación cinematográfica de su libro, estrenada en cines solo dos semanas antes, y la condición de que no le preguntasen por ella. Al menos eso se deduce de que Rambures no le sacase el tema y de que el escritor no le dedicase ni una sola palabra, en particular después de las que sí había dedicado a los creadores de la cinta, Wolfgang Petersen el primero, en una conferencia de prensa organizada en Stuttgart hacía solo unos días, coincidiendo con el lanzamiento de la cinta en la República Federal Alemana: «Les deseo que cojan la peste», había anunciado. «Me engañaron de mala manera y lo que hicieron conmigo es una canallada y una traición artística. Si estuviera en mis manos hundiría esa película en el Vesubio».
Que a Ende no le gustó, vamos. Después de ver él mismo aquella cinta «asquerosa», como la calificó, «horrorosa y con una lamentable falta de calidad», el escritor aseguró ante la prensa que Petersen había retratado el mundo en el que acontece La historia interminable como «un club nocturno de grandes dimensiones», más parecido a «una mezcla de E.T. y The day after» que a su novela, concebida como una obra a caballo entre las aventuras infantiles y la fábula filosófica. El director y los productores, dijo, no habían entendido «en absoluto» el libro o, lo que quizá es más probable, no lo habían querido entender. Habían cambiado «completamente el sentido de la historia» para rentabilizarla en taquilla, fulminando su esencia y desposeyéndola a conciencia de cualquier trascendencia. «Lo único que han querido es hacer dinero», sentenció.
Corrieron ríos de tinta y en ellos hubo quien dijo, porque siempre lo hay, que a Ende no le animaban en su pataleta razones menos prosaicas que las de los productores, aunque el tiempo no les dio la razón. Pese a que La historia interminable costó sesenta millones de marcos —unos tres mil quinientos millones de pesetas, con mucho la película más cara de la historia del cine alemán—, los productores adquirieron los derechos del libro por trescientos mil, de los que Ende percibió solo cincuenta mil marcos. A cambio el autor de la novela negoció colarse en la superproducción y ejercer como asesor en la escritura del guion, pero de poco le sirvió a él o a la criatura. Cuando pudo leer el texto definitivo —solo cinco días antes del estreno y gracias a una sentencia judicial—, Ende descubrió «horrorizado», recurriendo a sus propias palabras, la razón por la que el director se había negado a facilitarle una copia: lo había reescrito por su propia cuenta. El escritor exigió inmediatamente desaparecer de los títulos de crédito y Warner Bros., que financiaba un tercio del colosal proyecto junto a un consorcio de productoras alemanas, accedió. Tanto la reacción de la major —que no puso inconvenientes pese al evidente descrédito que implicaba el rechazo del autor— como la de Ende —que en su empeño por desentenderse de la película ni siquiera reclamó una indemnización, que por cierto tenía ganada si en el guion no había material suyo— retratan con elocuencia la naturaleza del tejemaneje y lo hacen a favor de la versión del segundo. Si el escritor montó semejante pajarraca es porque le dolió en el alma que la película fuera tan mala.
¿Pero era, en efecto, tan mala? Quintaesencias y otras abstracciones aparte, cualquiera que haya leído La historia interminable y haya visto la película sabrá que la segunda parte del libro, que constituye la mitad del mismo simplemente al peso, desapareció de la adaptación. En la cinta solo se nos cuentan los doce primeros capítulos, en los que un niño, Bastián Baltasar Bux, se encierra en el desván de su colegio para leer un libro titulado La historia interminable. En la narración que cuenta este libro un joven indio, Atreyu, recibe de la Emperatriz Infantil el encargo de buscar a un salvador que neutralice la Nada, una fuerza destructiva que se extiende imparable por el mundo imaginario de Fantasía. Además de incurrir en bastantes omisiones durante estos doce primeros capítulos, los catorce restantes —en los que Bastián, revelado como ese mismo salvador, se ve dentro del mundo fabuloso y emprende su propia misión para salir, casi resultando investido por el camino como plenipotenciario regente de Fantasía— no aparecen en la película.
En lugar de resumir Petersen optó por amputar, en otras palabras, lo que por cierto no es la peor idea del mundo, en particular si así evitas una carnicería. El error tampoco estuvo en la severidad del tajo —inevitable con este libro, desde luego si se pretende adaptar en una única entrega cinematográfica— o siquiera en su ubicación, ya que tuvo lugar en la bisagra natural de la novela. Su error fue más palmario, tanto que no pudo ser de otra forma más que intencionadamente. El director se quedó con peor parte de La historia interminable y tiró la mitad más valiosa a la basura.
Es una afirmación aventurada, claro, aunque cabe preguntarse si hay alguna que no lo sea cuando hablamos de un proceso en el que rigen tan pocas certezas como lo es el de llevar un libro a la gran pantalla. Incluso George Bluestone, el hombre que convirtió la adaptación cinematográfica en una discusión académica fundada —en su ensayo de 1957 Novels into films, que supuso el arranque de los estudios formalistas sobre el trasvase de las narraciones de la literatura al cine—, alcanzó solo a definir este proceso como «una alquimia misteriosa» asequible al análisis, pero no a la regulación. Dicho de otra forma: que aunque con frecuencia pensamos en ella como una técnica y así le atribuimos propiedades sistémicas, la adaptación cinematográfica tiene más de creativo de lo que el lector/espectador suele estar dispuesto a admitir, y así los factores que diferencian una buena de una mala están sujetos a los mismos arcanos, con frecuencia subjetivos y en ocasiones hasta incógnitos, que distinguen un buen libro o una buena película de un soberano mondongo. Haberlos haylos, como las meigas, y ahí están, a la vista del espectador. Cosa distinta es acertar a dilucidar cuáles son.
Y al respecto, por supuesto, doctores tiene la Iglesia, aunque la mayoría de ellos coinciden en ponerse de acuerdo solo para concluir que no están de acuerdo en nada. Ante esta ausencia de un principio metodológico los expertos, primero, y posteriormente muchos en el mundo del show business, acuñaron una noción algo imprecisa, el «espíritu» de la obra original, al que en principio debe fidelidad la obra adaptada. Una buena adaptación al cine, en síntesis, sería así aquella que respete el espíritu de la novela, entendiendo como tal un amplio repertorio de nociones que consigan obrar la continuidad artística entre el libro y la película. José Luis Sánchez Noriega, por citar un ejemplo de los muchos que cabría recordar, estableció que para hablar de una buena adaptación, «será necesaria una cierta afinidad ideológica, estética o moral entre el autor literario y el fílmico».
Atreyu y el dragón Fújur en un fotograma de la película. En algún momento de la preproducción alguien debió pensar que era mejor que Fújur no fuera el dragón chino que describió Ende, sino un perro pequinés albino gigante y volador.
Y Michael Ende y Wolgang Petersen, en fin. Como un huevo y una castaña. Casi lo mismo que se parecen entre sí sus dos visiones de La historia interminable, precisamente porque todo aquello que convertía la del primero en un libro de calado filosófico no se compara en la película del segundo con sus correspondientes correlatos fílmicos, sino con su ausencia. Petersen vació la narración de su enjundia cosmogónica y la dejó en sus mimbres constitutivos, las aventuras —a expensas incluso, como hemos visto, de su relación personal con Ende—. ¿Esto es un pecado? Respuesta breve: no. Respuesta larga: no, pero en La historia interminable, sí.
Ya en sus tapas, en las que una serpiente blanca y otra negra se muerden la cola para formar un círculo, el principio que rige en esta obra es la simetría, concebida como origen de la infinitud, tema ulterior del que habla La historia interminable desde su mismo título. Además de por los símbolos y referencias engarzadas en la historia —el AURYN, el Viejo de la Montaña Errante, los Ayayai, el ave fénix que veremos en la batalla de la Torre de Marfil o doña Aiuola, por citar solo unos ejemplos—, Ende trasladó este mismo fundamento a la estructura misma de la novela, que cuyas dos partes se reflejan sobre sí mismas y adquieren significado solo enfrentadas una a la otra. Si en la primera parte Fantasía se desintegra, en la segunda se crea; si en la primera Atreyu emprende una aventura objetiva en la que atraviesa Fantasía en sentido excéntrico —buscando sus fronteras— que acaba con la inmersión de Bastián en aquel mundo, en la segunda Bastián emprende un viaje concéntrico —buscando el centro de Fantasía— fundamentalmente subjetivo que acaba con su salida; si en la primera mitad se realzan las virtudes físicas de Atreyu, conducidas con la guía moral de Bastián, en la segunda es Bastián el aventurero dotado físicamente que cuenta con la guía moral de Atreyu; si en la primera Fantasía obra una transformación en Bastián conforme se desintegra, en la segunda es Bastián quien obra lo propio en Fantasía según él mismo se desvanece; etcétera.
En este como en cualquier otro caso, el valor de esta estructura narrativa no reside en sí mismo, sino en su efectividad. La historia interminable sería otro libro sin esta composición, uno desprovisto de las metáforas que sí es capaz de construir con ella, ya que por la misma naturaleza de los conceptos que evocan —hablamos de la reversibilidad, del eterno retorno o de la continuidad entre la imaginación y la creación física— requieren echar a andar y gozar de entidad narrativa, ya que no habría metáfora alguna si nos limitásemos a su simple enunciación.
Ende, además, se tomó muchas molestias para apuntalar este el andamiaje simétrico mediante dispositivos metaliterarios, tan imprescindibles en su novela que se impusieron incluso —algo caro y muy poco frecuente, más aún en 1979— en el aparato editorial de la obra. Para empezar, y como sabrán, porque AURYN está en las tapas del libro igual que lo está en las del volumen que lee Bastián en su interior, titulado de igual forma La historia interminable. También por las tintas del texto, verde cuando se habla de Fantasía y roja cuando la historia transcurre en la realidad, que buscan físicamente la trasposición de los dos mundos cuando ambos confluyen para que Bastián viaje de uno a otro —de modo que al final de la historia de Fantasía el Viejo de la Montaña Errante llega a leer las mismas palabras con las que comienza el libro, pero ahora en verde, escenificando así lo interminable de esta historia—. Es inevitable reseñar, aunque el autor se preocupase de desmentir que fuera intencionado, que La historia interminable —«Die unendliche Geschichte», en alemán— contiene en su mismo título el propio apellido del autor, —Ende, que significa «final»—, pero negado, lo que en su lengua original obra un efecto de contraste cuando ambas palabras se encuentran juntas o se suceden —como en el título, por ejemplo—.
Algunas de las ilustraciones de Roswitha Quadflieg con las que arrancaban cada uno de los veintiséis capítulos de la edición original de La historia interminable, uno por cada letra del abecedario. Fuente aquí.
Así las cosas, ¿qué es la historia de Atreyu si no va seguida de la de Bastián? Una muy intrascendente, entretenida pero sin lectura filosófica, sobre un niño indio que tiene un dragón. ¿Quién es Bastián sin protagonizar seguidamente su propia historia? Un niño gordo leyendo en un desván la historia de Atreyu sin que nadie sepa muy bien qué pinta ahí. ¿Qué es Fantasía, si su historia empieza con el ciclo de Atreyu pero no se cierra, para renacer, con el de Bastián? Algo finito, desde luego, y cualquier cosa menos interminable. ¿Qué es La historia interminable, en suma, sin su segunda mitad? Algo necesariamente distinto de sí misma. ¿Y qué son todos los símbolos constitutivos de La historia interminable —la naturaleza dual de la infinitud que ilustra AURYN, el eterno retorno sobre el que alecciona la Emperatriz Infantil, la reversibilidad universal de la que habla Fújur— si aparecen en una historia interminable que no es tal? Morralla inservible o peor aún: barata. Fruslerías para el adorno, desprovistas de todo significado.
Es esto de lo que Michael Ende se quejó con más pena en sus palabras ante la prensa, consciente de que la película que verían los espectadores no era una versión de su obra resumida o aligerada, sino irremisiblemente transformada, tan necesariamente distinta de sí misma y tan poco merecedora de su nombre como un espejo que no refleja. Lo peor, dijo, fue que en la película eliminasen Fantasía «como resultado de la fuerza creativa» de Bastián, que corresponde a la segunda mitad de la obra. «Para mí esa es la esencia del libro», aseguró.
Reveladoramente, también muchos en la época percibieron esta ausencia incluso sin haber leído este libro infantil —que en 1984 era casi cualquier adulto porque llevaba solo cinco años publicado—. Aunque resulte algo complicado de creer hoy, cuando la nostalgia ha aupado la cinta casi a la condición generacional, lo cierto es que cosechó reseñas más bien regulares en su momento, que con frecuencia criticaron la torpeza con la que ligaba la trascendencia y ligereza. Después de verla en 1984 Vincent Canby, por ejemplo, aseguró en el The New York Times que la película «puede haber costado una fortuna, pero su resultado es de sección de gangas» y que «cuando no parece La guía del existencialismo para preadolescentes es simplemente una serie de aburridos encuentros entre Atreyu y las criaturas que alternativamente le ayudan y le entorpecen en su misión». Fantasía, concluyó, aparecía tan descafeinada que presentaba el aspecto de «Ningún lugar», lo que animaba «una pregunta profundamente filosófica: ¿puede Ningún lugar ser destruido por la Nada?».
Y no acabaron ahí las penas para el bueno de Ende. La película arrasó en taquilla —hizo más de cien millones de dólares, una cifra soberbia para una producción de veintisiete— y en 1989, cinco años después, Warner Bros. quiso reeditar el éxito de la coproducción. La major regresó a los estudios Bavaria de Múnich, ahora como socio principal del proyecto, y acometió el rodaje de La historia interminable 2: El siguiente capítulo.
Fue vendida a efectos promocionales como una continuación de la historia de Ende donde lo había dejado la primera película, pero no. Pese a que algunos parajes y personajes de la segunda parte de La historia interminable sí aparecen en esta entrega —en particular la hechicera Xayide— también lo hacen otros tantos inventados ex profeso por Warner Bros., y la trama de la cinta poco tiene que ver con las originales aventuras de Bastián en Fantasía. En lugar de encontrarse en Perelín, la Selva Nocturna, pertrechado del AURYN e investido nuevo creador de Fantasía, Bastián regresa a la librería del señor Koreander y de ahí al mundo imaginario absorbido por el libro vía rayos luminosos. No hay transformación física de Bastián ni el héroe transita la sucesión de escenarios místicos que Ende reservó para el final de su novela —el monasterio de las estrellas, la ciudad de los antiguos emperadores o la casa de doña Aiuola—. Tampoco vemos el que seguramente es el clímax narrativo de la obra, la Batalla de la Torre de Marfil, ni las fuentes de la vida al final, porque ahora Bastián regresa a su mundo —atención— tirándose sin más en una catarata. Del niño acomplejado y gordito que buscaba refugio en los libros porque sus compañeros de clase se metían con él no queda tampoco nada, por cierto. Bastián, ahora el flamante Jonathan Brandis, es carismático, rubio y guapo como lo es solo un antihéroe que ha perdido el «anti» por el camino. El director del esperpento fue George Miller —no confundir con el director de Mad Max, que se llama igual y es, como él, australiano— y la jugada, por cierto, no le salió tan bien como a Petersen. La película costó treintaiséis millones de dólares pero la recaudación no superó los veinte.
Y como no hay dos sin tres, en 1994 Warner Bros. tentó a la suerte de nuevo con sus socios alemanes y el intento, Las aventuras de Bastián: La historia interminable III, cumplió a la perfección con la triste sucesión que coronó: era peor aún que la segunda película y dejaba a la primera —que recordemos que proponemos en este artículo como la peor adaptación de la historia— a la altura del arte y ensayo.
En esta ocasión eran los personajes más emblemáticos de la ya franquicia quienes escapaban de Fantasía y para hacernos una idea del resultado sirva notar que la película empieza con el comerrocas cantando Born to be wild y que acabaremos viendo a algunos personajes, como a los gnomos Énguivuck y Urgl, a la carrera por un supermercado estadounidense. El protagonista, repescado de ¡Liberad a Willy! —el gran bombazo infantil del momento— fue Jason James Richter y el antagonista, un abusón del instituto interpretado por Jack Black.
Si empezó mal, el final de la aventura cinematográfica no pudo así ser menos honroso para un libro que conjuraba en uno los mundos de la Odisea, de Rabelais, de Las mil y una noches, de Lewis Carrol o de Tolkien, por citar solo algunos de los referentes confesados por Ende, y que acabó caricaturizado hasta el punto mismo del esperpento al efecto solo de su rentabilidad. Aspiraba a fabular sobre cómo estos universos desaparecen, engullidos por un mal que en Fantasía es la Nada y el nuestro mundo, el olvido, aunque, de haberlo sabido, a lo mejor Ende hubiera preferido imaginar en su lugar otra fuerza desintegradora, la ambición y la avaricia, que infectase Fantasía de destrucción, como el cine mismo la destruyó a efectos de su despiece y su venta al público. Hubiese sido aún más metaliterario y eso le habría gustado, pero no pudo ser. El escritor murió solo un año después de esta tercera entrega cinematográfica, en 1995, sin querer saber ya nada de la paternidad de aquel mundo en el cine, al que consideraba violado y pervertido. Quizá alguien, algún día, sea capaz de componer una nueva fábula a la altura de esta, que no es cuento sino realidad, más terrible a veces que cualquier Nada imaginable. Y esperemos que a nadie, en esa ocasión, se le ocurra la idea de llevarla al cine.
Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.