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27 Jul 06:48

¿Es posible el ajedrez perfecto?

by E. J. Rodríguez

Garri Kasparov contra Deep Junior, 2003. Fotografía: Cordon.

Todavía estoy intentando decidir si fue una maldición o una bendición que cuando conseguí el título de campeón mundial las computadoras de ajedrez fuesen flojas, cosa de risa, y cuando me retiré en el 2005 fuesen ya imbatibles. (…) Es interesante que las más grandes mentes de la ciencia de las computadoras, los padres fundadores —como Alan Turing, Claude Shannon y Norbert Wiener—, vieron el ajedrez como un test definitivo. Pensaron: «Oh, si una máquina consiguiese jugar al ajedrez y ganar a jugadores fuertes, no digamos ya a un campeón mundial, eso sería el signo del amarecer de la era de la Inteligencia Artificial». Con todo el debido respeto, estaban equivocados. (Garri Kaspárov, entrevista en Business Insider, 2017)

En 1997, año en que la computadora Deep Blue venció al campeón mundial de ajedrez Garri Kaspárov, una oleada de asombro recorrió el mundo, materializada en sensacionales titulares de prensa. Era un hito, sin duda. Hasta no muchos años antes habían abundado los escépticos con respecto a las posibilidades de victoria de una máquina frente a un Gran Maestro humano. Aquel escepticismo no era irrazonable, pues nadie imaginaba cuán rápido sería el progreso en la capacidad de cálculo y se sabía que las máquinas no sabían pensar, y siguen sin saber. Pueden calcular, pero sus análisis dependen de lo bien que las hayan programado sus creadores. Sin embargo, conforme mejoraba la tecnología, y también la habilidad y conocimiento de los programadores que enseñan a las máquinas cómo tomar decisiones, se alcanzó el punto crítico en que el mejor ajedrecista del planeta ya no estaba hecho de carne y hueso.

Hoy ya no sorprende a nadie que las computadoras puedan vencer al mejor de los ajedrecistas humanos. De hecho, visto en perspectiva, lo asombroso es que Kaspárov plantase cara con tanta dignidad a un ordenador que nunca se cansa, ni sufre la presión, ni es consciente de que las cámaras de todo el planeta están mirando, ni siente miedo a perder o ansia por ganar. Ahora tenemos «motores» de ajedrez lo bastante potentes como para que no podamos ni soñar con vencerlos. Eso sí, mucha gente podría albergar la equivocada noción de que las máquinas ya saben jugar ajedrez a la perfección, y lo cierto es que no es así. Las máquinas de ajedrez también se equivocan, incluso las mejores, aunque sus errores no sean tan obvios como los que cometemos los humanos. A día de hoy el ajedrez perfecto está fuera del alcance de los ordenadores más potentes que existen sobre la faz de la Tierra, y todos juegan cometiendo imprecisiones, por pequeñas que nos parezcan. El principal motivo de esto es la complejidad propia del juego, que escapa a toda capacidad de procesamiento de la tecnología actual. Lo interesante es que, pese a todo, se ha empezado a caminar en esa dirección, y ese camino pone de manifiesto la enorme diferencia que todavía existe entre el cerebro humano y las máquinas a la hora de procesar información y tomar decisiones. Las máquinas pueden calcular de manera asombrosa, pero nosotros, los humanos —incluidos aquellos que jamás han jugado al ajedrez—, poseemos armas de las que ellas, por ahora, no disponen.

La complejidad del ajedrez

En el primer tercio del siglo XX había quien pensaba que el ajedrez estaba a punto de ser «resuelto» por completo. Por entonces no existían ordenadores y nadie se había detenido a realizar un cálculo coherente de la complejidad matemática del juego, aunque existían algunos indicios, como la famosa fábula india de los granos de arroz. Cuenta la leyenda que un matemático inventó el ajedrez y se lo presentó a un rey; a este le gustó tanto que dejó que el sabio eligiese su recompensa; este pidió que se le pagase con arroz, poniendo un grano en la primera de las casillas del tablero, dos en la siguiente, cuatro en la tercera… así hasta completar la sesenta y cuatro. El rey, sorprendido por lo que creía una petición modesta, accedió. Sin embargo, cuando un ayudante del rey realizó el cálculo, reveló que el resultado final arrojaba una cantidad tal de granos de arroz que no había bienes ni tesoros suficientes en todo el reino para pagar al inventor del ajedrez. En efecto, el número total de granos sobrepasaba los nueve trillones.

Aun así, el número de la fábula es ridículamente minúsculo comparado con el total de partidas de ajedrez diferentes que pueden llegar a existir. Como es bien sabido, cada jugada de ajedrez da pie a un número de posibles jugadas subsiguientes, cada una de las cuales hace posible otro número de jugadas. Cada jugada individual, pues, es como un árbol que se va ramificando hasta que la cantidad de posibilidades se vuelve inconcebible. Imagine que va a jugar usted con piezas blancas. En la primera jugada tiene a su disposición veinte jugadas posibles (dieciséis jugadas distintas posibles con los peones, y cuatro posibles con los caballos, pues el resto de piezas están todavía encerradas en sus posiciones de salida). Su contrincante, que juega con negras, tiene también veinte jugadas posibles para responder a cualquiera que usted haya elegido. Esto es, veinte por veinte. Al final del primer movimiento (1 movimiento=1 jugada de blancas + 1 jugada de negras), hay cuatrocientas posiciones posibles. Este número se vuelve a multiplicar con la segunda jugada de las blancas, y de nuevo se multiplica con la segunda jugada de las negras; además, el resto de piezas van entrando en juego, lo cual aumenta todavía más las posibilidades. ¿Hasta dónde puede llegar la cifra total de posiciones? Bien, la respuesta es alucinante. El matemático Claude Shannon hizo una estimación, llamada «número de Shannon», sobre la cantidad de partidas diferentes que pueden producirse en un tablero de ajedrez usando jugadas legales. La cifra era enorme: 10120. Un 1 seguido de ciento veintitrés ceros:

10.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 partidas posibles.

Para que se hagan una idea de la enormidad de esta cifra, se estima que la cantidad total de átomos en todo el universo (esto es, sumando todas las galaxias que conocemos) es de 1082. Ningún cerebro humano puede calcular todas posibilidades que se producen durante los movimientos iniciales de una partida, no digamos ya calcular todas las opciones posibles. Por fortuna, no es necesario conocer todas esas ramificaciones para jugar al ajedrez entre humanos con un nivel aceptable. Aunque, como veremos, este número sí es un obstáculo por ahora insalvable para que las máquinas puedan alcanzar la perfección.

Cómo piensan los ajedrecistas humanos

Bobby Fischer en una partida contra Boris Spassky, 1992. Foto: Ivan Milutinovic / Cordon.

Los seres humanos no juegan al ajedrez basándose en el cálculo, o, mejor dicho, el cálculo es una parte muy pequeña del proceso mental del ajedrecista. Para empezar, aunque cada jugada implique innumerables posibilidades futuras, un jugador experimentado puede descartar la mayoría de las ramas de ese colosal árbol de posibilidades. Una partida tiene tres fases (apertura, juego medio y final) y en cada una de esas fases se aplican diversas herramientas. Bobby Fischer lo resumía con una famosa frase: «En la apertura hay que jugar como en los libros; en el juego medio, como un genio, y en el final, como una máquina».

La herramienta fundamental para los inicios de partida es la «teoría de aperturas». Ya en el primer movimiento, al menos si usted pretende obtener un buen resultado, no puede optar por cualquier jugada de las veinte disponibles. Varias de ellas pueden conducir a una derrota rápida. Los errores en la apertura resultan fatales. Por ejemplo, está la partida conocida como «mate del loco»: si el jugador que lleva las blancas mueve el peón de alfil de rey a la casilla f3 y el peón de caballo de rey a la casilla f4, se arriesga a que le hagan jaque mate en solamente dos movimientos. Es el mate más rápido posible, así que ningún jugador con algo de experiencia hará esas jugadas. Existen otros errores gruesos (como el famoso «mate pastor») que solamente cometerá un novato, pero también hay trampas menos evidentes, conocidas como «celadas», en las que puede caer un jugador aficionado, a veces incluso después de años de práctica, a poco que le falle la concentración. Para evitar estos errores y esquivar las venenosas celadas se ha elaborado una teoría de aperturas que reúne las más razonables, las que merece la pena utilizar, bautizadas con diferentes nombres, como por ejemplo «apertura Ruy López», «gambito de dama», «defensa Philidor», «defensa india de rey», etc. Cada una de ellas tiene a su vez diversas variantes que también pueden tener su propio nombre (p. ej. «variante del dragón de la defensa siciliana»).

Algunas de esas aperturas existen desde hace siglos, como la apertura Ruy López o «española», y se siguen poniendo en práctica hoy; otras, sobre todo las variantes, son algo más recientes. Estudiarse estas aperturas ayuda a descartar los malos inicios de partida, lo cual reduce de forma drástica las ramificaciones del juego, al eliminar aquellas indeseables. La teoría de aperturas funciona de manera parecida al método científico. Las aperturas son puestas a prueba en el laboratorio de la competición y el análisis posterior de las partidas; algunas aperturas son abandonadas cuando se descubre su punto débil, otras se mantienen y son mejoradas, e incluso las hay que han sido rescatadas del olvido cuando alguien ha encontrado una forma de compensar lo que se consideraban sus puntos débiles. Existen unas mil trescientas aperturas y variantes recogidas en la teoría, que suelen cubrir los primeros quince o veinte movimientos de una partida. Es un número grande, pero asequible, sobre todo porque un ajedrecista puede especializarse en sus aperturas preferidas, y hay maneras de evitar aquellas aperturas de las que uno tiene menos experiencia o conocimiento.

Con todo, incluso si usted no conoce todas las aperturas puede manejarse con ellas, al menos hasta cierto punto, cuando aparecen sobre el tablero. Es verdad que distintas aperturas conducen a distintos tipos de partidas: las hay que favorecen un juego abierto y de ataque, otras favorecen un juego trabado y posicional, y le corresponde a usted elegir las que mejor se adapten a su estilo. Pero todas siguen ciertos principios estratégicos. A cualquier jugador novato le explicarán que lo primero que necesita aprender sobre la apertura es que necesita perseguir esos objetivos estratégicos. Por ejemplo, que se debe intentar dominar el centro del tablero, lo cual hace preferible mover en primer lugar los peones de las columnas centrales, o evitar que los caballos se vayan a los extremos del tablero. O que se debe conseguir una estructura de peones sólida, sin ningún peón aislado e indefenso; o que los caballos y alfiles no queden bloqueados y puedan maniobrar; o que el rey se enroque y quede protegido; o que la dama esté en una posición segura pero desde la cual pueda lanzarse al ataque cuando la situación lo requiera; o que las dos torres queden en comunicación entre sí para dominar la primera fila y así proteger el enroque del rey. Estos principios son útiles para cualquier novato que no conozca bien las aperturas y además le ayudan a descartar un montón de jugadas que no ayudan a conseguir esos objetivos. En cualquier caso, lo mejor es saberse el mayor número de aperturas posible, lo que Fischer llamaba «jugar la apertura como en los libros».

Cuando termina la apertura y el libro ya no cubre lo que sucede sobre el tablero, comienza el «juego medio». Aquí la ventaja ya no es del jugador que más ha estudiado, sino del que interpreta mejor la posición sobre el tablero. Es imposible memorizar el inabarcable rango de posiciones que pueden presentarse, pero también hay principios estratégicos que se aplican a las diferentes situaciones que se producen conforme avanza el juego. Los buenos ajedrecistas aplican estos principios estratégicos y eso les permite descartar un enorme número de malas jugadas para centrar su atención únicamente en aquellas que contribuyen a mejorar su situación, o por lo menos a no empeorarla. Los profanos suelen creer que los Maestros profesionales se limitan a calcular ramificaciones de jugadas todo el tiempo; en realidad, lo que distingue a los grandes jugadores es su capacidad para captar de un vistazo los puntos fuertes y débiles del tablero en cualquier momento dado. El ajedrez es un lenguaje; un jugador experimentado puede leer el tablero con rapidez y precisión, por eso vemos a los Maestros ofreciendo exhibiciones de partidas simultáneas frente a muchos jugadores más débiles, y ganar casi todas ellas, o todas. En estas exhibiciones, los grandes jugadores no necesitan estar calculando cuando pasan de un tablero al siguiente; ellos ven el tablero, leen la posición y rápidamente deducen qué jugadas pueden ser beneficiosas.

A los profanos esto les parece magia, pero en realidad se trata de la facilidad de los Maestros para reconocer patrones, como cuando un músico oye una canción por primera vez y es capaz de tocarla con la guitarra o el piano sin haberla ensayado nunca. Así, usted puede mostrarle a un ajedrecista una partida que él nunca ha visto, y aunque le muestre una posición a mitad de juego sin que haya visto cómo se ha llegado hasta ahí, él sabrá reconocer lo que está sucediendo sobre el tablero, como un músico reconoce la estructura de una melodía con solamente oírla. No conocerá esa canción antes, pero quizá sí conoce otras muchas en las que hay patrones similares. De igual modo, el ajedrecista verá qué piezas están en mala posición o amenazadas, cuáles pueden atacar, o qué casillas domina cada bando. Y basándose en eso podrá elegir la siguiente jugada en función de los principios tácticos y estratégicos que se derivan de su experiencia.

También se ayudará del cálculo, por supuesto, pero el ajedrez de competición se juega con reloj y el tiempo destinado a los cálculos mentales es reducido, así que antes de calcular posibles ramificaciones, el jugador ha de saber qué ramificaciones merecen ser calculadas. Una de sus armas, relacionada con el reconocimiento de patrones, será la intuición (que es un reconocimiento de patrones pero más subconsciente o, si lo prefieren, automático). Kaspárov ha explicado muchas veces que durante una de sus partidas más admiradas, la «partida inmortal» que jugó contra Topalov en 1999, inició su genial combinación de jugadas ganadoras por puro instinto, sin haber calculado muy bien a dónde iban a conducir, pero teniendo el pálpito de que el resultado iba a ser bueno. Sin esa intuición, que sin duda era producto de la combinación entre su experiencia y su talento, quizá no hubiese iniciado un árbol de jugadas que a primera vista podían parecer demasiado arriesgadas. Precisamente por la existencia de patrones, unos más bonitos que otros, el ajedrez es un juego tan «artístico». En el ajedrez, como en la música, las posibilidades «razonables» una vez iniciada cada partida son limitadas en número, y las posibilidades «bellas» todavía más limitadas, pero ahí estriba el encanto de su práctica. A esto es a lo que Fischer llamaba «jugar el juego medio como un genio», esto es, tratando de ver lo que otros no ven.

En la fase final de la partida, el ajedrecista también se apoya en principios estratégicos que en algunos casos pueden estudiarse. También hay una teoría de finales, pero esta ya no estudia secuencias fijas de jugadas como la teoría de aperturas, sino simulaciones de lo que puede suceder cuando quedan pocas piezas sobre el tablero. Saberse manejar en esas circunstancias también depende de la experiencia y la intuición, pero el cálculo gana importancia. A esto Fischer lo llamaba «jugar el final como una máquina», aunque lo dijo más como una metáfora que como un paralelismo con la manera en que las «máquinas» piensan (cuando Fischer pronunció esa frase, no existían computadoras de ajedrez dignas de ser tenidas en cuenta por su nivel competitivo).

El ajedrez entre humanos es pues una mezcla de estudio, capacidad para el reconocimiento de patrones —incluyendo la intuición— y una muy pequeña parte de cálculo. En general, se trata de ver quién lee mejor la partida, no quién calcula más jugadas de antemano. Si un ajedrecista tuviese que calcular todas las posibles ramificaciones de cada jugada, no existirían ajedrecistas porque la tarea sería inalcanzable. El ajedrecista humano sabe, ante todo, separar el grano de la paja. No lo hace a la perfección, pero sí lo bastante bien como para jugar a buen nivel. Para él, cada posición significa algo concreto, por eso algunos pueden recordar partidas enteras después de muchos años, o incluso jugar a ciegas. Esto es lo que las personas, por ahora, hacemos mejor que las máquinas: saber al instante por dónde debe y no debe discurrir la partida. El jugador humano, en primer lugar, evalúa la posición del tablero. Solo después de esa evaluación se preocupa de intentar prever las consecuencias de las pocas jugadas que su razón dicta como susceptibles de ser elegidas.

Cómo piensan las máquinas

Los ordenadores lo hacen todo justo al revés. Carecen de intuición, una herramienta que por ahora no puede ser programada. Lo que sí tienen es una enorme capacidad de cálculo. Primero elaboran un árbol de posibles jugadas —los ordenadores más potentes pueden calcular cientos de millones de posiciones por segundo—, y es después de haber realizado cálculos cuando evalúan las posiciones resultantes. ¿En qué se basa su evaluación, si carecen de intuición? Pues se basa en las reglas que sus programadores hayan introducido en su código; miles de reglas que, combinadas, producen un resultado numérico: 0 si la partida está igualada, un número positivo si las blancas tienen ventaja, y un número negativo si las negras tienen ventaja. Así, cuando un ordenador juega con blancas, calculará miles o millones de posiciones y elegirá la que arroje un número positivo mayor. Si juega con negras, elegirá la jugada que arroje un número negativo mayor. Las reglas que utilizan los motores de ajedrez son demasiadas para ser enumeradas aquí, pero su filosofía puede explicarse con algunos ejemplos. Por ejemplo, cómo calculan el valor de las piezas. El cálculo del valor del material del que dispone cada bando es una de las reglas básicas que deben utilizar para evaluar la posición. Por defecto, los valores son estos: peón=1, caballo o alfil=3, torre=5, dama=9 (el rey, cuya captura es el objetivo final del juego, es de valor incalculable, o más bien necesita reglas de evaluación distintas). Durante la partida estos valores pueden cambiar dependiendo de muchos factores. Veamos un ejemplo:

En la figura 1 vemos que cada bando conserva, además de su rey, dos peones. La máquina podría establecer que el valor del material para cada bando es de 1+1=2. La partida está igualada. En la figura 2, sin embargo, un peón blanco está en la séptima fila; cuando llegue a la octava —cosa que sucederá en la siguiente jugada, pues las negras no tienen forma de impedirlo— se «coronará», y podrá convertirse en otra pieza (siempre se elige la dama porque es la pieza más potente). Esto significa que ese peón está a punto de convertirse en dama y por lo tanto vale prácticamente lo mismo que una dama; esto es, ahora no vale 1, sino 9. En este caso, pues, la máquina calculará que la ventaja material del blanco es de 10 a 2. Ahora veamos la figura 3. El peón también está en la séptima fila, pero el rey negro le impide avanzar y, como además el peón está indefenso, el rey negro podrá «comérselo» en la siguiente jugada. Así pues, ese peón nunca podrá coronarse y su valor ya no es 9 como el de una dama, y ni siquiera 1 como un peón normal, sino prácticamente igual a cero, porque está a punto de desaparecer del tablero. Ya ven cómo cambia el valor de una pieza según la posición; pues bien, cuando hay más piezas sobre el tablero, la cosa se complica muchísimo más. Las reglas para calcular el material son muy numerosas. Un alfil que está bloqueado y no puede moverse (un «alfil malo») puede valer menos que un peón. Una pieza que amenaza con capturar a otra aumenta su valor intrínseco, mientras que la pieza amenazada lo disminuye. Una pieza que puede hacer jaque e iniciar una combinación ganadora aumenta su valor; las piezas defensoras, si no son capaces de detener ese ataque, pierden parte del suyo. ¿Cuántas reglas de este tipo puede emplear la máquina? Tantas como su programador haya querido o podido introducir. Así pues, el número final con el que la máquina decide qué jugada le conviene es el resultado de una compleja serie de fórmulas que, cuantos más y mejores algoritmos incluyan, más efectivo harán su juego. En conjunto, lo que determina cómo de bien jugará la máquina será la combinación entre la calidad de su programa (el «motor de ajedrez») y la capacidad de procesamiento de su hardware. Por esto existen competiciones entre ordenadores, que son como la F1 para los fabricantes de motores de automóvil: todo un campo de pruebas

Ahora bien, aunque una computadora actual pueda calcular millones de posiciones por segundo, siempre cometerá errores. Para jugar a la perfección debería saber cuál es la mejor jugada posible en cada posición posible. Como vimos antes, el número de partidas posibles es 10120, más que los átomos del universo. Es verdad que en muchas de esas partidas habría coincidencia de posiciones (a una misma posición del tablero se puede llegar por varios caminos), así que la máquina no necesita conocer todas las partidas posibles sino las posiciones posibles. Aun así, el número sigue siendo descorazonador: alrededor de 1045 posiciones legales. Una cifra inasequible para nuestra tecnología. Así pues, a las computadoras les sucede lo mismo que a las personas: llega un momento en que no son capaces de calcular más y han de tomar una decisión con cierto grado de incertidumbre. Eligen entre las posibilidades que han calculado, que son muchísimas (y por eso nos vencerán siempre a los humanos), pero hay otras posibilidades que no han llegado a calcular. ¿Qué implica esto? Que las máquinas juegan muy bien, pero aun así cometen imprecisiones.

Una partida de ajedrez entre dos máquinas que supieran jugar a la perfección, eligiendo siempre la mejor jugada posible, sería la «partida perfecta». Si no aplicásemos las reglas de competición entre humanos que determinan que una partida termina en tablas cuando se alarga más de la cuenta, para no agotar a los contrincantes, suponemos que una «partida perfecta» podría durar miles y miles de movimientos. El juego tardaría muchísimo en decidirse. No sabemos cómo terminaría esa hipotética partida perfecta. Sí se ha calculado el resultado de la partida perfecta en juegos mucho más simples. Por ejemplo, en el «tres en raya» la partida perfecta arroja un empate perpetuo. En el «conecta cuatro», la partida perfecta la gana quien haga la primera jugada. Pero, ¿en ajedrez? No se sabe. Las dos posibilidades razonables que se manejan son que la partida terminase en empate o que ganasen las blancas por tener la ventaja de salir primero, pero hoy resulta imposible de saber. Y, sin embargo, se han dado los primeros pasitos, todavía humildes, en pos de averiguarlo. Todo lo que se necesita es una herramienta nueva, cuya construcción quizá termine siendo la obra más longeva en la historia de la humanidad.

El largo, y quizá imposible, camino hacia la perfección

Para que una máquina pudiese elegir siempre la mejor jugada desde el principio y conseguir una partida perfecta, necesitaría conocer todas las posiciones posibles del ajedrez. Al principio de la partida, con treinta y dos piezas en el tablero y 1045 posiciones posibles, esto no puede ser calculado. Pero ¿y al final de la partida, cuando quedan muy pocas piezas sobre el tablero? ¿Puede llegar a construirse una tabla donde estén todas las jugadas posibles con unas pocas piezas, para que, con ayuda de esa tabla, la máquina pueda jugar un ajedrez perfecto al menos en la parte final?

Pues bien, esto es en lo que se está trabajando desde hace años. Se llama «base de datos de tablas de finales». En la actualidad existen bases de datos completas para posiciones donde hay hasta siete piezas sobre el tablero. La base de datos de siete piezas fue completada hace poco; se estima que la de ocho piezas podía estar completada hacia el 2020-22, pero de ahí en adelante, con cada nueva pieza que se añade, la complejidad se multiplica. Al ritmo actual, se tardará siglos en llegar a la base de datos completa, la de treinta y dos piezas. O, mejor dicho, no se llegará nunca, salvo que la tecnología informática avance lo suficiente como para almacenarla y manejarla. Con nuestra tecnología es y será imposible. La esperanza está depositada en el desarrollo de ordenadores cuánticos. Si ese momento llega, tampoco sabemos si se conseguirá o cuánto tiempo se tardará. En cualquier caso, ahora tenemos una pequeña muestra de «ajedrez perfecto», jugado con siete piezas como máximo. Es una muestra incompleta, pero ya arroja algunos resultados sorprendentes.

Garri Kaspárov comentó en una entrevista el asombro que le causó ver un final «perfecto» de pocas piezas jugado de acuerdo a esa base de datos, gracias a la cual una máquina, sin necesidad de calcular o evaluar posiciones, puede sencillamente elegir la mejor jugada posible en cualquier posición que se le presente. ¿Cómo era ese «ajedrez perfecto» con pocas piezas? Kaspárov tuvo la impresión de estar viendo un ajedrez jugado casi al azar. Las piezas se movían sin sentido, o, mejor dicho, sin seguir los patrones lógicos que los humanos estamos acostumbrados a reconocer sobre el tablero. Es evidente que el ajedrez perfecto usa una lógica tan, tan afilada que los humanos no somos capaces de seguirla. Esto es chocante, porque los ordenadores, cuando no juegan con ayuda de esa base de datos, sí juegan un ajedrez reconocible. Sin embargo, el juego perfecto sigue patrones cuya lógica se extiende a lo largo de centenares de jugadas, y eso escapa a nuestra comprensión. Es como estar viendo una partida entre dos alienígenas. Cabe preguntarse si una partida jugada a la perfección desde el inicio sería también irreconocible, o hasta qué punto seguiría la actual teoría de aperturas; o acaso viésemos un baile de piezas sin sentido (para nosotros), y más incomprensible cuanto más avanzada estuviese la partida. Es como si hubiésemos inventado una máquina capaz de componer música «perfecta» con unas pocas notas, pero al escucharla comprobásemos que nos parece un ruido sin sentido. En cualquier caso, la hipotética base de datos completa con treinta y dos piezas, que contendría el secreto de la partida perfecta, de la mejor partida posible, será inalcanzable durante generaciones. Quién sabe si la humanidad llegará a desarrollar la tecnología que lo permita.

Lo que sí sabemos es que, con bastante probabilidad, el ajedrez perfecto nos dejará fríos. La belleza del ajedrez entre humanos reside en su imperfección. Vemos que un jugador comete una imprecisión, y disfrutamos viendo cómo el rival aplica su talento para aprovechar esa imprecisión. No es la matemática del ajedrez lo que se disfruta, sino la humanidad de los jugadores, con sus errores e intuiciones geniales. Imaginemos que se fabricasen máquinas tenistas que nunca se equivocasen; obtendríamos el partido de tenis más aburrido de la historia. Lo bello del tenis entre humanos es que es imprevisible, que no hay un golpe igual a otro, y que los jugadores han de recurrir a su talento para afrontar lo imprevisto, ya sean imprecisiones propias o del contrario. En eso, el tenis o el baloncesto no se diferencian en nada del ajedrez. Sobre el tablero también suceden cosas imprevistas, y la emoción emana de la contemplación de los jugadores de talento sumidos en el trance de solucionar problemas sobre la marcha, con sus propias e imperfectas armas. Además, siempre hay una historia detrás: los jugadores pueden estar cansados, o nerviosos, o tensos, y eso es lo que crea el relato de la partida. En el último campeonato mundial, disputado por Magnus Carlsen y Serguéi Kariakin, tuvimos un buen ejemplo; incluso los empates podían llegar a ser muy tensos, porque la guerra psicológica entre ambos contendientes se hacía patente con cada nueva jugada. Así pues, el ajedrez perfecto quizá sea inalcanzable, pero nunca sustituirá al ajedrez imperfecto, del que emana la belleza del juego. La fotografía, que puede obtener una imagen perfecta de lo real, no acabó con la pintura, que es más bella cuando se aleja un poco de la realidad, porque lo que queremos ver y disfrutar en un cuadro no es la realidad, sino la interpretación del artista. Por ello sigue impresionando más el trabajo de Velázquez o Rembrandt que el de pintores hiperrealistas. En el ajedrez existe una verdad matemática, que no hemos descifrado, pero la verdad y el arte no son la misma cosa, igual que un lienzo con un paisaje no es el paisaje, sino otra cosa; es arte.

Quizá haya personas que nunca han jugado al ajedrez y piensan que se trata de una especie de pasatiempo matemático. Es difícil expresar la sensación de jugar a quien nunca lo ha hecho, pero sí se le puede decir esto: sería como pensar que hacer música es un mero pasatiempo matemático porque la materia prima de la música sean las frecuencias sonoras y las reglas matemáticas que determinan las armonías o los ritmos. El ajedrez, como la música, es un acto creador. En toda partida llega el momento en el que el jugador ha de tomar decisiones, y esas decisiones no están determinadas por el mero cálculo. Su propia personalidad, sus aspiraciones, su inclinación hacia la belleza o hacia el pragmatismo son los ingredientes que conforman el relato del ajedrez. No hay dos ajedrecistas iguales como no hay dos músicos iguales. Es un juego que, cabe recordar, no fue inventado por máquinas. Es dudoso que máquinas inteligentes hubiesen querido inventar algo como el ajedrez. Lo inventamos los seres humanos porque es una expresión de las luchas humanas. Así pues, si usted juega mal al ajedrez, no se desanime: sus partidas siempre serán más interesantes que las de una máquina.

La entrada ¿Es posible el ajedrez perfecto? aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

24 Oct 19:22

La increíble historia de Jason Lezak y los ocho oros de Michael Phelps

by Guillermo Ortiz
Michael Phelps, Weber-Gale, Jason Lezak y Cullen Jones. Foto: Cordon Press.

Michael Phelps, Weber-Gale, Jason Lezak y Cullen Jones. Foto: Cordon Press.

De los ocho oros que consiguió Michael Phelps en Pekín suele recordarse el de los 200 metros mariposa, cuando las gafas se le llenaron de agua al poco de empezar la carrera y tuvo que nadar por pura intuición, batiendo de paso el récord del mundo. También, por supuesto, la batalla hasta la última brazada contra Milorad Cavic, cuando el serbio consiguió tocar primero la pared con los dedos pero el estadounidense se adelantó por una centésima a la hora de pulsar con fuerza y detener el cronómetro, que es lo que cuenta.

De aquel polémico final tuvimos miles de fotografías desde distintos ángulos y un buen montón de acusaciones de manipulación hacia los propios cronometradores, una especie de conspiración universal para que Phelps batiera el récord de Mark Spitz y, así, los Juegos de Pekín pasaran definitivamente a la historia. El propio Cavic participó de la discusión hasta que se dio cuenta de que la derrota casi alimentaba aún más su leyenda: a partir de ahora estaría en las listas de reproducción de YouTube del mundo entero durante lustros y lustros.

En cualquier caso, aquella no fue sino la séptima medalla, es decir, el penúltimo tramo del camino. Lo que casi todo el mundo olvida es que toda la historia de Phelps en esos Juegos estuvo a punto de torcerse al poco de empezar: justo el segundo día de competición, cuando los Estados Unidos tuvieron que enfrentarse a Australia y Francia en la final de los 4×100 libres, con mucho, la carrera en la que Phelps salía como menos favorito.

El romance de los americanos con esta prueba de relevos se había mantenido intacto hasta el año 2000. Tierra de velocistas —Biondi, Jager, Hall, el propio Spitz—, Estados Unidos había ganado todas las finales desde 1964 a 1996: un total de siete victorias, puesto que los relevos desaparecieron del programa de natación en los Juegos de Montreal 1976 y los de Moscú 1980. Sin embargo, aquel año 2000 fue fatídico para el equipo estadounidense: en pleno festival australiano, encabezado por Ian Thorpe y Michael Klim, los Hall, Walker y compañía solo pudieron ser plata. Cuatro años más tarde, en Atenas, y ya con Phelps en el equipo, se tuvieron que conformar con el bronce, detrás de la sorprendente Sudáfrica y la Holanda de Pieter Van Hoogenband.

Estas dos selecciones perdedoras tenían un nombre en común: Jason Lezak. Lezak, un nadador de estallido tardío, se había especializado en las pruebas de relevos. Es más, por su ascendencia sobre los demás compañeros, a menudo le tocó ser el encargado de nadar los últimos cien metros, los que salen en las repeticiones. Nunca tuvo problemas en las pruebas de estilos, con sendos oros en 2000 y 2004, pero como ya hemos visto se acostumbró a verse derrotado en las de velocidad pura y dura.

Y eso que Lezak era ante todo un esprínter. Aunque su única medalla individual la consiguió precisamente en Pekín en los 100 metros, empatado con César Cielo, el mítico nadador brasileño, su distancia ideal era la de 50 metros: un solo largo de piscina olímpica en el que dejarse la vida. Adrenalina al máximo. Su presencia en el equipo de relevos de 2008, ya con treinta y tres años, parecía responder a motivos de jerarquía: Lezak era un líder, mucho más que Phelps o el joven Lochte y como tal tenía que actuar si Estados Unidos quería recuperar su dominio de antaño.

Nadie daba un duro porque lo lograra.

El récord del mundo de Eamon Sullivan

El problema de Estados Unidos no era su propio equipo. Cualquier combinación que incluyera a Phelps podía ser competitiva. El problema estaba en la calle de al lado, donde los franceses lucían pectorales en plena explosión de los bañadores de cuerpo entero. La velocidad francesa apareció un poco de la nada pero supuso un puñetazo sobre la mesa: que salga un campeón a lo Van Hoogenbad puede pasarte pero que se te junten Frederick Bousquet y Alain Bernard ya son palabras mayores.

Los franceses eran los únicos favoritos de la prueba, sin espacio para las dudas. Días antes, Bernard había declarado que iban a «machacar» a los estadounidenses y lo cierto es que en aquel momento incluso la propia prensa americana se lo creyó. Olvídense de Cavic y de las gafas mojadas: la gesta de Phelps dependía de este hilo y el hilo estaba a punto de romperse.

Quizá por esa razón, Phelps decidió salir en la primera posta, para imprimir competitividad desde el principio: pese a haber nadado las semifinales de los 200 libres apenas minutos antes, la puesta en acción del estadounidense fue magistral, con un registro de 47.51 segundos, lo que suponía su mejor marca personal, el récord de los Estados Unidos y una mejora de casi medio segundo con respecto a su marca en los trials, las pruebas de clasificación estadounidenses.

Phelps se habría quedado a una centésima del récord mundial de Bernard si no fuera porque en la batalla apareció un australiano que pulverizó dicho récord: en una actuación superlativa, Eamon Sullivan nadaba los primeros cien metros en 47.05, lo más cerca que había estado el hombre de bajar de los 47 segundos hasta que llegó Cielo un año más tarde y logró la hazaña.

¿Qué pasó con Francia? El primer relevo correspondía a Amaury Leveaux, en una estrategia de ir de menos a más que culminaría con Bousquet y Bernard nadando las últimas postas. El tiempo de Leveaux no fue extraordinario pero tampoco un desastre: 47.91, a casi un segundo de Australia, unas brazadas detrás del equipo estadounidense. Cuando en el segundo relevo Australia se vino abajo como era de esperar, fueron Garrett Weber-Gale y Fabien Gilot los encargados de competir por la primera plaza en la prueba. Weber-Gale, un debutante en los juegos, mantuvo a Gilot a raya y tocó primero, calcando prácticamente los tiempos.

La buena noticia para Estados Unidos era que iban primeros y con medio segundo de ventaja. La mala era que medio segundo en los brazos de Bousquet no era nada. El francés empezó el primer largo tranquilo, limitándose a dejar que Cullen Jones, elegido a última hora para completar el cuarteto estadounidense, se fuera desgastando mientras intentaba mantener la distancia. Con doscientos cincuenta metros disputados, Francia y Estados Unidos estaban prácticamente empatados… en los cincuenta restantes, Bousquet abrió un boquete insalvable: con una posta de 46.63 —hay que tener en cuenta que los tiempos en salida parada son siempre más lentos que los de los siguientes relevistas— no solo puso a Francia en cabeza sino que lo hizo con más de medio segundo de ventaja.

Y todavía quedaba Bernard. El recién depuesto recordman del mundo. Todo apuntaba a que los siguientes cien metros se le iban a hacer muy largos al viejo Lezak. Larguísimos. Nunca, en toda su vida, había nadado un relevo por debajo de 47 segundos. Por tercera edición consecutiva, tenía la pinta de que le iba a tocar ver desde el agua la decepción de sus compañeros.

Los cien metros más rápidos de toda la historia

Tal era la distancia de Francia y tal la confianza de Bernard que a mitad del primer largo Lezak se dio cuenta de que la victoria era imposible. «No way», se dijo a sí mismo cuando empezó a notar el dolor del ácido láctico en los antebrazos y los muslos mientras el chapoteo de los pies de Bernard iba quedando cada vez un poquito más lejos. Era un momento clave en la historia del olimpismo: si Lezak decidía rendirse y asegurar la medalla de plata, adiós al récord de Phelps, adiós a la inmortalidad.

Así que decidió no rendirse. Tenía treinta y tres años y probablemente no volvería a estar en unos Juegos. Estaba harto de perder, ya había perdido demasiado, así que al menos se lo iba a poner difícil al francés. Uno no puede ir diciendo por ahí que te va a machacar y luego marcharse de rositas sin ni siquiera una buena pelea.

Lezak mantuvo primero la distancia y después la fue acortando de manera casi imperceptible. Cuando giraron por última vez, aquello se convirtió en una cuestión de Estado. Bernard siguió yendo rápido —acabaría la posta en 46.73, apenas diez centésimas más lento que Bousquet— pero Lezak parecía poseído. A falta de veinticinco metros, seguía por detrás pero podía sentir ya los brazos de su rival. A falta de diez, la ventaja era mínima. Cuando por fin tocaron la pared era imposible para el ojo humano determinar cuál de los dos había ganado hasta que los sensores saltaron y en la pantalla apareció el orden: primero, Estados Unidos; segunda, a ocho centésimas, Francia; tercera, Australia.

Los nadadores estadounidenses se volvieron locos, Phelps se puso a gritar y a rugir mientras los franceses no se explicaban qué demonios había pasado. Cuando pasaron las listas con los parciales, descubrieron un dato espectacular: Lezak, que nunca había bajado de 47.20, que ganaría el bronce individual con un tiempo de 47.67, había nadado los últimos cien metros de la carrera en 46.06.

Nadie, en la historia de la natación, lo había hecho en menos de 46.80 hasta que llegaron Lezak y los dos franceses.

El gran perdedor se convirtió así, de repente, en la gran estrella. El hombre que mantenía el sueño vivo, el que vería su hazaña compensada cuando Phelps ganó su octava medalla de oro, también en un relevo, esta vez sin Lezak a su lado. Cuando le preguntaron si Phelps debería compartir el millón de dólares que le había ofrecido Speedo por ganar los ocho oros, él se limitó a responder «ya hemos hablado de eso».

Todavía es difícil explicar de dónde salió Lezak para ganar esa carrera. Cuatro años después, ya con treinta y siete, volvió a competir en los Juegos de Londres, aunque en un papel secundario, nadando solo en las series de clasificación. Por tercera vez en cuatro participaciones, su equipo perdió el oro… y además lo perdió contra Francia. No voy a decir que le dio igual porque nadie se va con casi cuarenta años a Europa para perder una final, pero el trabajo ya estaba hecho. Quedaban por delante años y años explicando en colegios y universidades cómo Jason Lezak pasó de desconocido al hombre más rápido de todos los tiempos.

El único nadador, junto a Michael Phelps, en defender la bandera estadounidense en cuatro Juegos Olímpicos.

La entrada La increíble historia de Jason Lezak y los ocho oros de Michael Phelps aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

23 Sep 10:19

Alternate Universe

Luthier1729

That's me! :___)

As best as I can tell, I was transported here from Earth Prime sometime in the late 1990s. Your universe is identical in every way, except for the lobster thing and the thing where some of you occasionally change your clocks for some reason.
15 Sep 15:40

Remember that one time...

by Lydia Marks
Via
21 Jul 12:14

A single game as a lifelong hobby

by Daniel Cook

Do you finish one game and then move onto the next? This is the dominant pattern of play for gamers. What happens when players stop consuming and starts investing in a single evergreen computer game for years on end?

Players of traditional games specialize

Across the 5500+ year history of gaming and sports, players typically focus on a single game and turn it into their predominant hobby. A chess player may dabble in other games, but chess is their touchstone. They join chess clubs, they play with fellow chess fans and they spend 90% of their gaming time playing chess. Overall, players specialize.

Such players do play other games, but to a far lesser degree.

There are also communities that embrace the identity of being good at multiple games or sports. These are a minority.

And some are inclined to claim all hobbyists are 'athletes' or 'players' and thus unified in some common tribe. Such verbal gymnastics rarely provide much insight into a dedicated hobbyist's specific passions or the nature of their community.

Specializing in a hobby occurs for many reasons. Traditional sports or games often have the following attributes:
  • Evergreen activities: You don't beat them. You stop when you get bored. Usually they consist of nested loops that operate on time scales of up to a generation. Consider the nesting of Match : Event : Season : Career : Training the next generation.
  • High mastery ceiling: Most are nearly impossible to master completely. You can always get a little better. You can always get better at Go, Soccer or Poker.
  • Strong communities: There exist strong social groups of like-minded players that have their own group norms, hierarchies and support structures. To be a dedicated basketball player is to be part of an extensive basketball playing network.
  • Life long identities: Someone who excels in the game starts to identify as a member of that group. The game becomes source of purpose bigger than themselves. They can look back on their life and say "There were some ups and downs, but I'm secure in my accomplishments as a player of game X"
  • Grass roots or service-based business models: Any cultural structure can be fruitfully analyzed by understanding the flow of money. Many traditional games have extremely low barriers to entry. It costs little to access the initial equipment. Often items like decks of cards or chessboards are either communally owned or purchased by a family and one set of equipment serves multiple participants.

    At higher levels of play, cash flows into the ecosystem through purchases of more advanced or higher status equipment or various service, membership or event fees. In all cases, the businesses involved have strong financial and culture incentives to get you playing and keep you playing.

Players of digital games consume

The hobby of computer or console gaming follows a different usage pattern; gamers play a wide variety of games. NPD claims core gamers buy an average of 5.4 games in a 3-month period. In a recent discussion of Steam purchases on Kotaku, commentators chimed in that they had purchased 100 to 800 games. These are played for a period of time and then set aside so that a new game might get some play.

These players specialize far less. They may prefer a genre of games such as RPGs or shooters, but they'll still consume many games within that genre.

Why the difference in playing patterns? Commercial digital games have some distinct attributes that encourage serial play instead of evergreen play. Not all digital games fit this mold, but the trends are worth noting.
  • Complete-able games: Most computer and console games can be completed in 5 to 40 hours. It is rare that you find digital games that retain users longer than 6 months. Actual playtime is shorter than the official length since most players do not complete their games and even fewer play through a title more than once. Compare this to the generational nested loops of traditional evergreen games.
  • Narrative and Puzzle-focused gameplay: The majority of the gameplay is focused on high burnout single use puzzles or evocative narrative stimuli. Designers spend their budget handcrafting specific scenarios for maximum emotional impact the first time through.
  • Low mastery ceilings: Since the design goal is to move players through the content of a game as smoothly as possible, the game mechanics are generally balanced towards the average skills of first time players. It is rare and surprising when a single player narrative computer game offers examples of masterful play. All this leads to early burnout where players rapidly become 'bored' and put the title aside.
  • Weak player identities: It is difficult for a player to establish their identity around their excellence in any one game. To be a good Braid player just isn't that special. Lots of other people have walked the same path; there is little player creativity and outside the occasional Let's Play video, few people care.
  • Content-focused business model: Digital games businesses have a strong financial incentive to get you to pay upfront and then move onto their next title. Games are treated as a content or boxed product business. An optimal strategy is to put high quality boxes on shelf (either physical or virtual) and get people to buy as many boxes as possible. Since exciting content remains a large cost center, there is ever increasing pressure to make games flashier and more marketable on the front-end and shorter on the back-end.
Shortness of play is perhaps the key reason why players end up consuming multiple games. With gamers spending 16-18 hours a week gaming, it doesn't take long to burn through a single title. When a single game fails to entirely fill a person's leisure time, players buy additional games. Only a set of multiple consumable titles provides enough engagement for someone to make a full-fledged hobby out of content-based games.

This fits the general profile of a media hobbyist. As we shifted from evergreen hobbies to digital retail-focused games, we trained users to behave in a fashion similar to that of a reader who reads many books or a movie goer who watches many movies.

A media culture

To be a 'Gamer' is to buy into numerous requirements that only exist to enable the creation of easily consumable media products.
  • Reviewers exist to help players select their next media purchase
  • Critics exist to demonstrate how media conveys a message to society. They are trained (if they are trained) in other media-centric fields such as movies or literature. There is little systemic thinking since media is first and foremost not a functional system but an evocative stimuli.
  • The form of popular games is determined by whether or not it fits in a media box. Form is the standardized structure of a piece of media. The 2-hour narrative movie is a form of video. The 300 page novel is a form of writing. So too is the 14-hour adventure game or the level-based narrative FPS.
  • Stores and storefronts exist to sell the hobbyist a steady trickle of new media. Since media creation is expensive and the share of a player's time is small for any single piece of media, aggregators of content are typically 3rd parties that don't produce all the media themselves.
  • Communities are built around mass media that act as a shared experience for large populations of consumers. Big brands like Mario, Mass Effect or Final Fantasy form cultural anchors much like Star Trek or Star Wars. Comparisons, reminiscences and fan fantasies about future sequels or expansions are common.

Digital evergreen hobbies

Into this media-centric ecosystem we've seen the reemergence of major games that hew more closely to the traditional games of old. MMOs like World of Warcraft or MOBAs like League of Legends are services. A digital game like Minecraft ties into numerous communities and is often played for years. Some like Halo or Call of Duty cleverly camouflage themselves as traditional consumable boxed products all while deriving long term engagement and retention from their extensive multiplayer services. These games share many of the attributes of older hobbies:
  1. They attempt to be evergreen.
  2. They have high mastery ceilings and robust communities.
  3. Many, especially eSports, replicate the nested yearly loops of a traditional sport.
Each of these games is a hobby onto itself. People predominantly play a single game for years. In one poll of 5400 WoW players, 49% claimed to never actively play another MMO.

The rise of services

This shift to services is accelerating, driven by business factors and steady player acceptance. Developers are slowly coming around to the realization that an evergreen service yields more money, greater stability and a more engaged player base. Experiments of the past few years with social, mobile and Steam games suggest that microtransactions will likely become a majority of the gaming market. They already represent 70% of mobile revenue and continue to grow rapidly on other platforms.

This new revenue stream places new constraints on game designs.  Types of laboriously handcrafted content that was once feasible when your game was played 10 hours is no longer profitable if revenue trickles in over hundreds or thousands of hours of play.  Deep mechanics once again matter.  Communities you want to spend time in become a competitive advantage.

There are indeed manipulative companies scamming settlers in this newish frontier. Don't act so surprised. This is the case for any frontier and this is not the first time games have attracted disreputable developers.  Look beyond the flashy, inevitable crooks, just as you looked beyond the licensed games, the porn games and the gambling games that infest your typical game markets.  Look at the big picture and observe where the new opportunities for greatness blossom.

No, they won't cross over

These new evergreen players become hobbyists, but not media-centric gamers. This is most evident in the audiences that play 'casual' social and mobile titles. Many of these players never bought into the current gamer culture. It is common to see someone deep into Candy Crush and when you ask them if they are a gamer, they will deny it. They do not 'game', they never have 'gamed'. They don't share a common heritage of Mario, Zelda, COD, Halo or any of the mass media touchstones that unite current gamers. What they have is a wonderful hobby that in their mind has nothing to do with existing computer games.

There exists a fantasy that somehow new players will get hooked on one game and then transfer over to consuming other games. Since this assumes a play pattern of high volume serial consumption, I doubt that this will occur. Great evergreen games leave little room in a hobbyist's schedule for grand feasts of consumable content. You don't finish a great hobby and then look for your next dalliance. You keep playing the game for years or even generations.

 The perfect service-based game is one worthy of your entire lifetime of leisure.

If this seems an exaggeration and current titles feel unworthy of this high bar, wait a while. Developers are very talented. And the financial incentives to build the perfect service-based game are strong.

Not one gaming hobby but many

So where does that leave our understanding of 'gaming?'
  • Some people avidly knit in their leisure hours.
  • Others play a creative game like Farmville, Dwarf Fortress, Minecraft or the Sims.
  • Others participate in a social online game like World of Warcraft, Eve or Facebook.
  • And then there is a small but active community of proudly old-school Gamers that like consuming puzzles and story media.
What we currently think of as 'gaming' becomes just another hobby amidst a vast jungle of digitally augmented hobbies.

There are those who might see this as a threat, but that is mere fear talking. Existing hobbies tend to last for at least a generation. Those who've tied their identity to consuming media-style games as their hobby will stop participating in the hobby when they die. I expect to see 80-year olds still buying adventure games because that is what they were raised on and that is what they love. Niche producers can make good money serving these avid fans.  The rise of new hobbies thus do not invalidate a current hobby.  In fact, you'll have media-centric games for at least the rest of your life.

 Though each hobby likely will need to compete for new members.

Impact on the cultural ecosystem

With this shift comes change. The following may challenge your existing expectations.
  • Specialized interests, not shared experiences: The drop rates on defense potions matters little to your typical gamer. Yet it is of earth shattering importance to the community of Realm of the Mad God players, impacting hundreds of hours of their life. At a certain level of mastery, the language used to describe in-game concepts becomes indecipherable to casual audiences. This inhibits communication with external groups, but facilitates bonding within the group.
  • Deep systemic analysis, not broad media criticism and reviews. Hobbies are predominantly comprised of human systems and communities, not texts to analyze or boxes to sell. Political, anthropological or economic forms of discourse are more appropriate yet there are few game critics trained in these fields. Successful commentators are typically past players with a master-level understanding of the hobby. They are rarely dilettantes flitting from media event to media event.
  • Unique cultures, not mass cultures: A hobby can develop a set of inward facing social norms. This can be a negative if extreme viewpoints are allowed to fester. It can also be a huge positive and promote inclusivity, equality and long term positive relationships. Each hobby is a cultural petri dish that need not adopt dominant tropes or values.
  • Participation, not marketing campaigns: New players of a hobby hear about it from a friend or stumble upon a free trial. They participate first and see if they enjoy the lifestyle that the hobby promotes. Big bang media events can flood the early stages of the acquisition funnel, but they do not directly result in revenue or a sustainable community. 
One aspect that surprises me the most is the stealthiness of inwardly sufficient hobbies. A smoothly running process is barely newsworthy for those unfamliar with the hobby. Over 5 million people partake in Geocaching, one of the greatest modern games ever invented.  Yet other than the occasional human interest story, it rarely breaks into the public consciousness. What would a media-focused rag say?  "People are having healthy fun...still.  Just like they were last year." That's not news. There is no new box to hype or content to whinge about.  There's no advertising to sell. So silence is the default until you look inside the vibrant magic circle. Geocachers return the favor by labeling outsiders Muggles.

Let a thousand flowers blossom

The concept of one true gamer community will be less feasible as evergreen hobbies grow in popularity. Instead, we have a crazy mixing bowl of diverse, separate, long-term communities. Few will share the same values or goals. Few players will consider themselves having anything in common with players of a different game.

Social organizations such as PAX will still promote common ground, much like the Olympics promotes common ground between athletes. But day-to-day cross-pollination will be rare.

I personally value a wild explosion of diversity. We need less mass culture and more emphasis on vibrant, generative communities instead of passive industrialized consumption.

The existing society of players may be tempted to deal with those not like themselves negatively through shaming ("I can't believe you play Farmville, stupid person!") Here's how we might instead react positively.
  • Freedom of Play: Like freedom of religion, any player has a right to devote their life to any game even if it isn't something enjoyed by another player.
  • Mutual respect: Any player deserves your respect for their hobby even if you do not personally understand it. Avoid stereotypes and engage with the person.
  • Willingness to explain: Any insider should be willing to explain to an outsider how their hobby works. Proselytize by inviting them to play with you. An open-minded outsider should be willing to listen.
The fact that individual hobbies exist is not new. The shift comes from realizing that individual digital hobbies will soon to be the default play pattern. Adapt accordingly.

take care,
Danc.

References and Additional Links

Note: Gamers often wonder why Farm Equipment simulators sell.  Judged as mass media, they are horrible.  Judged however as an independent hobby, they have many of the attributes of an engaging lifelong interest.  If you laugh at them, it is because you are outside their tribe and ignorant. 
18 Jul 14:28

when I come in the morning and everyone asks me for help

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15 Apr 06:47

Reverse Procrastination [Comic]

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